miércoles, 2 de enero de 2008

NO HAGAIS CASO A ESTE MENSAJE

1

Existían prohibiciones como en cualquier otro sistema legal. El asesinato, el robo, la violación o la estafa; recibían su castigo. Pero por encima de todo hecho ilícito se encontraba la obligación de no poseer un sofá de color negro. Se desconocía el origen de tal mandato, y no se tenía ninguna constancia histórica de que alguien lo hubiese hecho alguna vez. La fuerza coercitiva del mandamiento era invencible. En siglos anteriores, asesinos habían sembrado el terror en la población; incluso los dos mayores genocidas que habían vivido hasta ahora sumaban millones de víctimas, pero nadie jamás había osado tener un sofá negro. Tanto es así, que la expresión “eso es como tener un sofá negro”, era sinónimo de imposible.
Abel, era cajero en un banco. Un buen puesto debido a su edad, que era de 25 años, porque solía ser el primer paso, antes de mayores posibilidades laborales. Así se lo hacía saber el director de su sucursal; el cual fue cajero en sus inicios. Abel había sentido una irresistible atracción por los sofás negros desde que era pequeño. El deseo de tener uno lo llevaba en un obligatorio secreto. Jamás le comentó a sus amigos su desviación , ni tan siquiera a su primera novia, cuya nobleza y amor por Abel, podía hacerle pensar que guardaría como una tumba tan peligrosa confesión.
Un día, a los diez años, durante la visita que hicieron sus padres a sus tíos, Abel se entretuvo leyendo unos comics en el salón, mientras en el suelo una prima suya jugaba con una casita de muñecas de dos plantas, con un bonito jardín delantero, en cuya parte derecha se encontraba aparcado un deportivo, y donde, de pie e inertes se alzaban dos muñecas. En una de las habitaciones de la segunda planta, que por su espacio debía ser la principal, se podía ver una cama perfectamente hecha, un tocador a un lado, y al otro lado un sofá de un color rojo intenso. Abel , miró con curiosidad el sofá, y disfrutaba dándole vueltas a la idea de que fuese negro, y él pudiera ser el propietario de esa preciada joya. En ese instante aparecieron los progenitores de ambos, comunicándoles que se preparasen para ir a cenar. Su prima abandonó el salón para ir a cambiarse de ropa a su cuarto, y Abel dijo a sus padres que quería terminar de leer el cómic. Le dejaron hacerlo con la condición de que no tardase más de diez minutos, tiempo durante el cual sacarían el coche del garaje. Una vez que se quedó solo en el salón, se puso a mirar fijamente el sofá, apareciendo en su conciencia la desagradable sensación que nos embarga cuando meditamos a solas una acción de la cual no podemos jactarnos en público. Se levantó, se acercó a la casa de muñecas, se arrodilló, adelantó su brazo, para que su mano atravesase el pequeño quicio de la habitación y se apropió del sofá, que debido a su pequeño tamaño pudo guardar en el bolsillo interior de la cazadora que vestía. Durante la cena intentó disimular su excitación interviniendo en la conversación siempre que pudo. Miraba continuamente a su prima, con cruel indiferencia, ya que lo único que le interesaba era que no se percatase de su pequeño hurto. Una vez en su casa, permaneció despierto hasta que el silencio decía que sus padres ya debían estar soñando. Encendió la luz, y sacó el sofá de la cazadora. Lo puso encima de la cama, y se dedicó a contemplarlo de rodillas, con los codos en la cama y las manos entrelazadas debajo de la barbilla .Con una gratificante sonrisa imaginaba el sofá rojo con el color cambiado . Después de media hora , lo escondió en el final de un baúl donde guardaba gran parte de sus juguetes.
Al día siguiente escuchó con júbilo el timbre que anunciaba el final de la última clase. Salió con paso ligero del colegio, desviando su recorrido normal hacía su casa, para poder pasar por una tienda de pinturas. Compró sin dilación, un pequeño bote de pintura negra y un pincel. Por la noche repitió la acción de la anterior; volviendo a encender la luz al estar seguro de que no iba a ser molestado, sacó el sofá del baúl, y lo colocó encima de la mesa que tenía para estudiar. Entre las hojas de un libro había guardado una de periódico que puso debajo del sofá. Comenzó a pintarlo poco a poco, sintiendo un gran poder conforme el negro iba comiendo terreno al rojo original. Tardó unos diez minutos en completar su tarea. La pintura se secó. Abel se sentó en el suelo, con la espalada apoyada en la pared, y sosteniendo su hermoso sofá con las manos. Estaba muy contento de poseerlo. Siempre lo había deseado, y allí tenía un pequeño sofá negro que observaba con todo el amor del mundo. Tan absorto andaba en admirar su pequeña obra que no escuchó la puerta de la habitación de sus padres abrirse. Su madre iba a ir al cuarto de baño, pero en el pasillo reparó en que había luz en el cuarto de su hijo por la fina línea incandescente de debajo de la puerta. Con la rápida preocupación que inunda a las madres cuando algo se sale de lo normal en lo que respecta a sus hijos, dirigió sus pasos hacía la puerta. Al abrirla, Abel que sintió como si un rayo le partiese el corazón, escondió el sofá detrás de la espalda.
- ¿Qué haces ahí , hijo?.
- Nada, estaba pensando.
- ¿Qué es lo que has escondido detrás de ti?.
- Nada, no he escondido nada.
- ¡¿Cómo que nada?!, he visto como escondías algo detrás de ti.
- ¡Que no tengo nada Mama, en serio!.Abel intentaba aferrarse a una última esperanza de salvación. Estaba aterrado.
Su madre se acercó , le apartó, y vio el sofá negro en el suelo.
- Pero, ¡por el amor de Dios!, ¿de donde has sacado esto?.
Abel permaneció callado. Se había quedado sin habla.
- ¿Quién te ha dado esto?, ¡dime!, ¿ quién te lo ha dado?.
- Lo he hecho yo. Dijo Abel, en quién el miedo había bajado un poco en intensidad, ya que la primera reacción de su madre no se correspondía con el sentimiento tan atroz que recorrió su cuerpo cuando la vio. En ese instante, del que habían transcurrido solo unos segundos, pensó en el mayor de los castigos posibles, y en que ese castigo se ejecutaría instantáneamente. Su madre se sentó en la cama, y observó encima de la mesa la hoja de periódico, el pincel y el bote de pintura negra.
- Pero, ¿Cómo que lo has hecho tu?, preguntó su madre abatida.
- Le robé un sofá a la prima de su casa de muñecas, y compré pintura negra hoy al salir de clase.
- Pero…; esto no se puede hacer cariño, ¿ es que no lo has escuchado nunca?.
- Sí, pero es que me gusta. Siempre he querido tener un sofá negro.
- Pero no es cuestión de que te guste o no Abel. Simplemente no se puede hacer.
- ¿Y por qué?.
- Pues porque así nos lo han transmitido nuestros padres. Siempre ha sido así, y siempre ha de ser así. Está prohibido y no tenemos porque cuestionar porque está prohibido, es así y ya está.
- Pero yo siempre he querido tener uno, mamá. No es para enseñarlo, es solo para verlo aquí en mi habitación cuando esté solo.
Abel, que ahora estaba de pie, fue abrazado tiernamente por su madre.
- Prométeme que nunca lo volverás a hacer. ¡¿Prometido?!.
- Te prometo que nunca lo haré mamá.
Los dos permanecieron en silencio unos minutos.
- ¿ Se lo vas a decir a papá?.
- No , no te preocupes. Será nuestro secreto.
La madre de Abel concluyó la efímera vida del sofá tirándolo al fondo del cubo de la basura, ocultándolo bajos los envases desechados y los restos de comida para evitar que lo viese su marido.

2

Durante años siguió pensando en volver a poseer un sofá negro, aunque nunca quiso romper la promesa que le había hecho a su madre. Pero ahora, estaba decidido a tener otro, y esta vez uno de tamaño real, en el que poder dormir cuando estuviese cansado, y ver la televisión al volver del trabajo. Si bien, esta vez no podía albergar la misma solución, ya que el material del que estaba hecho el sofá de su salón , de color ocre, no admitía ser pintado, por lo que debía tapizarlo de negro, arte del que no entendía absolutamente nada. Podía aprender a tapizar, seguramente bastasen unas pocas herramientas y unos metros de alguna tela negra, pero era previsible que el resultado fuese de la calidad propia que podría ofrecer un primerizo, y por tanto debía encontrar a un tapicero que se atreviese a realizarlo. Fue a diversas tapicerías a preguntar precios para trabajos distintos, con el objeto de estudiar al tapicero que le atendiese, para encontrar a uno que le inspirase la suficiente confianza como para hacer tan perseguido acto. El primero al que visitó, le pareció de tal honradez que ni se le pasó por la cabeza proponerle nada. El segundo era demasiado joven , y seguramente evitaría problemas; pero el tercero, un hombre gordo y con bigote, cuya única obsesión era comunicar cuanto antes el precio de todo lo que le proponía Abel, se mostraba lo suficientemente corruptible como para que existiese una mínima posibilidad de que aceptara. Abel le comentó si podía darle un presupuesto por escrito. Para ello subieron a la segunda planta del almacén, donde disponía de un despacho. Tomaron asiento, y mientras el tapicero escribía las cifras del presupuesto Abel le habló.
- ¡Oiga!. Quisiera decirle algo.
- ¡Diga, diga!. Dijo aquel hombre sin apartar la vista del papel, al notar que Abel, frenado por su nerviosismo guardó un poco de silencio.
- ¡Verá!. Todo lo que yo le diga está digamos…, bajo lo que se llama secreto profesional.
El tapicero paró de escribir, y levantó su mirada. Nunca le habían dicho algo semejante. Por un momento pensó que su trabajo era tan exquisito como el de un gran pintor , y que por ello debía ser llevado en secreto para evitar ser espiado. Pero
rápidamente desechó esa idea, por fantasiosa e ideal.
- Si, si, si, no se preocupe, lo que usted me diga no saldrá de estas cuatro parecdes.
- Pues verá , yo…, lo que querría en realidad es que tapizara de negro un sofá que tengo en casa.
El tapicero se le quedó mirando fijamente, sin mostrar nerviosismo, solo dando a entender la gravedad de lo que su cliente le estaba proponiendo.
- Eso no se puede hacer señor, es un delito y de los más graves.
- Ya, ya lo sé, pero es que yo siempre he deseado tener uno. Es una idea que conservo desde que era niño y que no consigo quitarme de la cabeza. Abel no paraba de moverse en la silla, y en su rostro se reflejaba la angustia que le proporcionaba hablar de algo tan íntimo.
- ¿Y porque no va un psicólogo?. Que yo sepa solo está prohibido tenerlo y no desearlo. Seguro que un psicólogo le solucionará el problema. Las terapias avanzan rápidamente. Mi mujer estuvo un año imposibilitada para hacer el amor conmigo. No había manera. Decía que me quería, pero por las noches se quedaba quieta, y solo buscaba excusas para que dejara de tocarla. Entonces fue a un psicólogo, y poco a poco fue recobrando el apetito sexual, y a día de hoy todo funciona correctamente.
- Pero es que yo no quiero dejar de desearlo, quiero tenerlo. ¿Por qué no?, no le hago daño a nadie. Lo tendría en el salón de mi casa. Incluso podría habilitar una habitación donde solo entrase yo. Es que me encantaría acariciar su superficie negra mientras veo la televisión, u observar el contraste con la ropa blanca.
- Pues yo no puedo hacer nada. Perdone caballero, pero las consecuencias serían tremendas para mí, y para mi familia. No puede arriesgarme.
Esta última frase desencadenó una enérgica reacción en Abel que dijo:
- Pero quiere hacerlo. Si alguien no desea arriesgarse, es porque desea realizar esa acción arriesgada. Si no se desea, el riesgo no se tiene en cuenta; ni tan siquiera aparece en el pensamiento.
- ¡Quizás!.Pero no lo voy a hacer. Dijo el tapicero que permanecía frío y tranquilo.
- Le pagaré el doble, no el triple de lo que cobra por tapizar un sofá en otro color.
- Demasiado riesgo para tan poco dinero.
- ¿Cuánto quiere?. ¡Dígalo!. ¡Ponga usted el precio!.
El tapicero dejó encima de la mesa el bolígrafo, y se pasó la mano por la nuca.
- ¡ Verá!, voy a contarle un par de cosas. Su voz se tornó más cálida. Hace un par de meses, estaba en la calle hablando con una prostituta, era un transexual. Me gustan ¿sabe?. Me parecen personas muy graciosas y sentimentales. Estábamos sentados hablando en un banco cuando vino la policía. Eran cuatro, y uno de ellos de una agresividad extrema, tanto, que en pocos minutos le dio un par de guantazos, gritándole que no quería ver por allí ni putas ni maricones. Después me pegó otro a mí. Yo me alteré bastante, y estuve a punto de responderle, pero dos de sus compañeros me agarraron por el brazo y decían , “este quiere salir calentito hoy de aquí”, por eso procuré calmarme. Al poco se fueron , y yo la transexual sentíamos una vergüenza conjunta , que supongo se siente al ser humillados. Tardamos diez minutos en mirarnos a la cara. Otro día, estaba en un bar cercano a la playa. Por el ventanal se veía la arena, y en ella un par de mujeres totalmente desnudas; y a mi lado un señor, no paraba de insultarlas. Su mujer , le rogaba que bajase el tono de voz, pero este permanecía igual. Y escuchándole pensé como era posible que la sociedad cometiese la injusticia de condenar y prohibir lo que solo genera un malestar psíquico. Como es posible que afirme que el problema está en la conducta ajena y no en el pensamiento propio. Porque el pensamiento debería estar bajo el imperativo de que las palabras y los estímulos son completamente inocuos; y si no lo logra debería intentarlo, y no comportarse tiránicamente incidiendo en que el problema lo causa lo que lo perturba, en vez de pensar que el problema está en el pensamiento. Acaso la conducta ajena provoca cáncer. Con su deseo pasa lo mismo. Usted desea un sofá negro, pero no se puede tener un sofá negro, a pesar de que no le haga daño a nadie. Puede que algún día , y lo digo con esperanza, alguien pueda afirmar; “prohibir la homosexualidad, el nudismo, el suicidio, la libertad de expresión , y todo aquello que es absolutamente íntimo es tan absurdo como prohibir que un sofá sea de color negro”.
Abel descubrió que con todo lo que le decía el tapicero se ponía de su parte.
- Entonces, ¿lo hará?, preguntó.
- Lo haré. Pero le costará bastante. No quiero ser un héroe. Le cobraré cinco veces su precio; y otra cosa , lo tapizaré en su casa. No quiero que alguien pueda verlo en el almacén.


-
3

Días después , el tapicero fue realizando su trabajo en la casa de Abel. Terminó en una semana, cobró, y volvió a su trabajo en el almacén. En el momento en que se fue, Abel se dio media vuelta y comenzó a andar hacía el salón lleno de júbilo. Se paró en la entrada, y desde allí divisó ese precioso sofá negro que se levantaba majestuoso delante de él. Su primer impulso fue intentar abarcarlo con sus brazos, como quién abraza con profundo amor a un ser querido. Entre sonrisas balbucía palabras alegres. Hasta se puso a besar su sofá. Luego se tumbó en él, y con las manos iba acariciándolo. Era muy cómodo. Mirando al techo comenzó a pensar en Natalia. Natalia era una mujer con la que llevaba manteniendo relaciones unos meses. Se conocieron en el trabajo y comenzaron a verse a escondidas porque ella era casada. Sin embargo había profundizado tanto, que estaba dispuesta a separarse. Precisamente los días en que el tapicero hizo su trabajo, ella debía haber dicho ya a su marido su intención de no seguir juntos. Pero no lo había hecho, ya que los celos de aquel dificultaban la tarea. Pero estaba resuelta a hacerlo. La situación no podía demorarse más .
Estaban cenando, y mientras Natalia cortaba su filete notaba el aire turbio que envolvía la escena. Las cortinas azules no le transmitían nada. La madera de la mesa parecía vacía. Un desagradable viento entraba por la ventana desde la negra inmensidad de la noche. Como es evidente nada hay de emoción en las cosas. Todos los atributos que en ellas percibimos no son más que el fiel reflejo de lo que sentimos, y lo que Natalia sentía al lado de su marido era una profunda soledad perceptible en que durante toda la cena solo se escuchaban los sonidos de los cubiertos sobre los platos, semejantes a los ruidos que nos impiden conciliar el sueño. Pero Abel había introducido un halo de esperanza en su vida. Volvía a sentirse viva. Y para que ese deseo fructificase debía alzar la mirada y hablar con ese extraño que comía a dos metros de ella. No quería malgastar sus años al lado de aquel hombre.
- ¡ Luis!. Su marido interrumpió el tintineo monótono de su cuchillo y tenedor.
- ¡Dime!.
- Tenemos que hablar muy seriamente.¡ Verás Luis!, no podemos seguir juntos. Ya no nos queremos Luis. Lo sabes perfectamente. Y yo preferiría vivir sola.
Su marido permaneció en silencio un instante. Los celos comenzaban a aparecer. Sin embargo procuraba que no se manifestasen. Por otro lado sabía que debía respetar la decisión de su esposa, y que por mucho que él quisiera no podría impedir que ella siguiese su vida. Ligeramente abatido dijo:
- ¿ Es por otra persona ,no?.
- No, no es por otra persona. Natalia decidió mentir para no complicar tan duro momento. Es por mí , Luis. No nos queremos. Te podría dar mil razones , o hacerte una radiografía de los últimos dos años, pero para que darle tantas vueltas si es mucho más fácil acudir directamente a lo que sentimos. Yo ya no te amo, y tu tampoco.
- Eso es lo que tu dices.
Natalia se sulfuró ligeramente ante la frase de su marido. Para ella no había razón para decir aquello, y él solo estaba empequeñeciéndose.
- ¡No me digas eso!. Sabes que no es verdad. Natalia tenía serias ganas de golpear la mesa, para desatar una leve furia que recorría su cuerpo. En estas ocasiones aquel que causa el daño no puede hablar claramente, y era eso lo que la enfurecía. ¡Me tengo que sentir culpable ¡, ¿verdad?. ¡Es eso!. ¡Me tengo que sentir culpable!. Pero esto no es algo que haya causado yo. Es que es cierto que no vamos a ningún lado juntos.
- ¡Hay otro hombre ,seguro!. ¿Quién es ?. ¡Ese Abel de tu trabajo!. Me lo han dicho ¿sabes?. Un compañero vuestro me ha comentado que todo el mundo lo murmura. Así que debe ser verdad.
Natalia continuaba enfurecida, pero no quería mostrar nada de ello. La buena educación le impedía decir la verdad, pero al mismo tiempo se le presentaba la ocasión de zanjar aquello definitivamente, diciéndole que si era Abel la causa de su decisión. Aún así no lo afirmó rotundamente.
- ¡Mira!. Lo que yo haga es cosa mía. No tengo que darle explicaciones a nadie.
- ¡Perfecto!. Te voy a decir una cosa. Me gustaría pegarte una paliza, ¡ de verdad!. Te machacaría la cabeza ahora mismo. Solo eso me tranquilizaría. Y mientras te pegase te diría puta mil veces.
- ¿Qué asco ser mujer!, ¡que asco!.
- ¿ Y que vamos a hacer?, ¡ di!.¿ Cual es el siguiente paso?.
- ¿Por qué no te vas a vivir a la casa de la playa?.Hasta que se decida como repartimos.
- ¡Esta bien!. Esta misma noche iré a dormir allí.
A la mañana siguiente Abel esperaba en la puerta del banco a que fuera abierta. Natalia fue la segunda en llegar, saludándolo con un par de besos.
- ¡Cariño!. Se lo he dicho.
- ¡¿Qué?!,. ¿ A tu marido?.
- ¡ Si!, se lo dije anoche. No podía aguantar más. En unos días recogerá sus cosas y quedaré completamente libre . ¿ No te alegras?.
- ¡¿Qué si me alegro?. Te daría ahora mismo un abrazo.
- Pronto me lo darás delante de quien quieras . Muy pronto.
Al poco llegó el director de la sucursal. Abrió la puerta, y todos se fueron a ocupar su puesto de trabajo. En mitad de la jornada Natalia se acercó a Abel y le citó a la salida en un café un tanto alejado del banco para hablar. Allí se vieron veinte minutos después de que saliesen.
- ¿ Y que vamos a hacer ahora?, preguntó Abel impaciente por la libertad que se avecinaba.
- ¡Pues no sé!. Vamos a esperar un tiempo, y entonces comenzamos a salir sin escondernos. Y que todos vayan viendo entonces lo que ocurre entre nosotros. A partir de ahí ,que hable el que quiera.
Abel guardó un poco de silencio.
- Será lo mejor. ¡Eso es!. Entonces , ¿vas a vivir sola?.
- Ya vivo sola, o al menos eso creo. Mi marido se va a la casa de la playa; pero hasta que no se haya trasladado definitivamente no puedes venir a mi casa. Tendremos que vernos en la tuya.
Eso era, al menos de momento, imposible. El sofá negro presidía el salón de la casa de Abel.
- ¿En mi casa?, es que… . Se había quedado completamente en blanco, y dijo lo primero que se le ocurrió. Es que están pintándola.
- ¿Pintándola?.¡No me habías dicho nada!.
- Ya. No sé, ya sabes que no hablo mucho de decoración. Pero es que las paredes estaban un poco desconchadas, y he decidido pintarlas.
- Bueno, pues nos veremos en un hotel. Y así, durante el tiempo en el que se supone que se pinta una casa se vieron en un hotel. Abel logró que la tarea durara casi un mes. Para entonces el marido de Natalia ya no pasaba por su casa, ya que había trasladado todos sus enseres a la casa de la playa. Un día , justo después de acabar la ficticia reforma, Natalia insistió en ir a casa de Abel, pero este logró convencerla para que fuesen a casa de ella, ya que se inventó que había perdido las llaves. La opción del hotel tuvo que ser descartada porque ese fin de semana se celebraba un importante evento deportivo en la ciudad y todas las plazas estaban ocupadas. Al llegar a casa de Natalia, se sentaron en el salón, y abrieron una botella de vino, que fueron degustando mientras hablaban de ellos.
A pocos kilómetros de allí, el marido de Natalia echó en falta algo. En el traslado a la casa de la playa había olvidado unos cartuchos de escopeta bastante difíciles de conseguir, por lo que debía volver a por ellos. A pesar de que entregó las llaves de la casa a Natalia. En su actual morada había un juego guardado para posibles pérdidas en el que no repararon. Cogió el juego, se montó en su coche, y puso rumbo a su antigua casa sin avisar de su llegada.


4

Abel y Noelia se miraban cándidamente el uno al otro mientras sujetaban una copa de vino. Sonreían compulsivamente. Abel, después de haber bebido bastante, pensó que quizás ese fuera el momento más adecuado para hablarle de su gran secreto. Estuvo dándole vueltas a la cabeza con cierto júbilo, y pensó que lo que a él le llenaba tanto, no tendría porque no llenar a la persona a la que tanto amaba.
- ¡ Noelia!.
- ¡ Dime!, dijo ella acercando su rostro en plena señal de amor.
- ¡ Me gustaría decirte algo!. Algo que quizás te enfade al principio, pero que creo que acabará gustándote. Ella puso cara de extrañeza.
- ¿De que me hablas?.
- Pues te hablo de algo que he hecho, y que esta mal. De algo abyecto y miserable. Abel ponía el énfasis propio de un actor de teatro recitando un famoso monólogo. De algo repudiado por todos, aunque a nadie hace mal. Algo por lo que merece la pena morir.
-¿Pero que estas diciendo?. Puesto que el tono de Abel era más bien burlesco, Natalia pensaba solamente en que pronto alguna frase descubriría una broma que explicase el contrasentido latente .Tan poco en serio estaba tomando esas palabras que mirando la botella de vino reparó en que estaba vacía. ¡Pues se ha acabado el vino!.¡Voy a por otra!.
Se levantó y fue hacia la cocina. En ese momento su marido abrió la puerta de la casa, entró y escuchó ruido en la cocina. Fue hacía ella con el objeto de pedir disculpas, explicar el motivo de su repentina aparición, coger los cartuchos y largarse; pero antes de entrar en la cocina por la puerta que la unía al recibidor, escuchó a Noelia hablar en voz alta. En parte por no provocar una situación embarazosa, y en parte guiado por la necesidad de saber como se comportaba ella con quien quiera que fuese que estaba allí, permaneció callado, y sin entrar en la cocina. Esta, tenía otra puerta que conducía al salón, por la cual salió Noelia con otra botella de vino blanco, hablando por el camino. Su marido cruzó entonces la cocina y llego hasta la puerta del salón. Desde allí podría escuchar lo que hablasen sin que fuera descubierto. Noelia sirvió otras dos copas de vino.
- ¡¿Qué tontería me querías decir?!.
- ¿ Quieres que te lo diga?.
- ¡Claro, ya me tienes intrigada!.
- ¡Pues ahora no te lo digo!.
- ¡¿Qué ahora no me lo dices?!.¡ Bueno, me da igual!.
Ambos soltaron una sonoras carcajadas, soltaron los vasos encima de la mesa, y se abrazaron compenetrados.
- ¿ Que es ?. Pregunto Noelia, suplicando con ligera seriedad, sinceridad.
- ¡Tengo un sofá negro!.
- ¡¿ Qué ?!.
- ¡ Que tengo un sofá negro!.Un magnífico sofá negro presidiendo el salón de mi casa. Me tumbo en él todos los días, y es maravilloso cariño. Una auténtica gozada.¡ Es comodísimo!, pero sobre todo es bonito. Me encanta contemplarlo. Noelia apartó con su brazos a Abel.
- ¿ Pero eso lo estas diciendo en serio?.
- ¡Completamente!.
- ¡Pero tu estas loco!. Dijo Noelia levantándose.
Su marido creyó que ella podría abandonar el salón en cualquier momento y descubrirle, así que con todo el sigilo que pudo abandonó la casa.
- ¡ No estoy loco!. ¡ Quería tener uno, y uno tengo!; y lo próximo que quiero es hacer el amor contigo en él.
- ¡ Sí claro!, ¡ y lo siguiente pasearnos los dos en una carroza por toda la ciudad sentados en un sofá negro!. ¡ Camino del patíbulo!.
- ¡ Ven aquí!. Dijo Abel dando unos golpecitos en el sofá. ¡ Siéntate !, ¡hablemos!.
Noelia obedeció.
- ¡ Solo he hecho lo que el placer me dictaba!, ¿ Y dime?. ¿ Nunca lo has pensado?. ¿ No has deseado alguna vez ver que se siente?. Te aseguro que tumbarse en ese sofá es lo mejor cariño. Vamos allí, y probémoslo. Te va a encantar.
- Pero no es cuestión de haberlo deseado Abel. Es que es algo muy peligroso.Nos podemos meter en un buen lío si nos descubren.. ¿ Que vamos a hacer si te coge la policía?. Sería el fin.
- ¡ Ya lo sé, ya lo sé!. Pero ¿sabes?. He preferido volverme valiente. Cuando veo en la tele alguien que ha cometido una heroicidad, siento como decrece mi autoestima. Como si no valiese para nada. Y es porque toda nuestra vida se nos ofrece como un camino fácil y alejado de decisiones que valgan la pena. Porque por encima de todo esta sobrevivir, evitar la cárcel y la repulsa social; pero ¿por qué?. Me quiero arriesgar cariño. Y los pensamientos que me exigen cautela son solo un puñado de chantajistas, cuya tiranía es satisfecha por nuestra obediencia basada en el miedo.¿Sabes?, es que me da igual lo que me pase. ¡Que hagan lo que quieran!, ¡ que yo también haré lo que me plazca!.
Noelia veía nobleza en las palabras de Abel,. Pero aquello podría frustrar el magnífico futuro que les esperaba, al menos a corto plazo. No quería que su amor, que ahora podía crecer libre como las plantas al sol, fuese pisoteado por la crueldad de una ley ante la cual también sentía rabia, pero que al menos ofrecía algo de felicidad auque fuese a cambio de una dolorosa sumisión.
- ¿ Y dices que es bonito?. Preguntó Noelia mientras miraba el suelo con una apacible sonrisa en sus labios.
- Es precioso. Quiero besarte en él, desnudarte en él, que tus prendas bailen caóticas por sus brazos y cojines; y que te duermas en mi regazo tumbados allí.
Finalmente fue convencida por Abel, y se fueron a casa de este.
Mientras esto sucedía entre ellos, el marido de Noelia había acudido a la policía a denunciarles. Puesto que sabía el nombre completo de Abel, lograron con facilidad la dirección. Pero necesitaban una orden judicial para entrar en su casa, y mientras esta llegaba el sargento Federico Piñas reunía a varios de sus hombres en una habitación de la comisaría habilitada a tal efecto para preparar el asalto.
- ¡ Muchachos!, comenzó el sargento. No hay día sin que un retorcido cabrón quiera tocarme las pelotas más de la cuenta. Hoy no vamos a detener a un maldito asesino, ni a un contrabandista de mierda, ni aun hijo de puta de ladrón. Hoy vamos a por una cucaracha más hedionda que la peor de las letrinas de la cárcel más asquerosa del mundo después de siete siglos sin limpiar. Hay por ahí suelto un pequeñín al que la zorra de su madre le reía las gracias desde que fue destetado. Porque al personaje en cuestión, no se la ha ocurrido otra cosa que hacer lo que no habéis leído en vuestra vida en el historial de ninguna de esas perlas que Dios deja sueltas por el mundo de vez en cuando. La escoria muchachos, no ha hecho nada más y nada menos que poseer un sofá negro. Los policías quedaron atónitos. Sí muchachos, no oyen mal vuestros oídos.
Seguramente me pidan que lo traiga con vida con el objeto rejuzgarle. Pero sabed muchachos, que si esa basura se opone lo más mínimo a la detención, quiero que arranqueis a jirones el sofá y se lo metáis por el culo en trocitos de tres centímetros cuadrados cada uno.
Me acompañareis los doce que estáis aquí reunidos. Dos os quedaréis en el garaje vigilando el coche , dos en el portal, dos en la calle de atrás , y los otros séis subiréis conmigo. ¿ Entendido?. Todos asistieron. Llamaron al sargento, que salió, y recibió la orden judicial.



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